sábado, 25 de noviembre de 2017

Criptografía - Código Robby

Interesante desarrollo criptográfico de la colección "Juegos para armar ideas"
de Lilia Morales y Mori.








Ver Video...



sábado, 11 de noviembre de 2017

Los puentes de Königsberg


Fragmento del capítulo I
Del libro: Hacia la creatividad cuántica
Autora: Lilia Morales y Mori 

Durante mis desordenadas lecturas en la librería de la calle de Matamoros en Monterrey, donde mi padre era el gerente, un día descubrí a Leonhard Euler (1707-1783). No está de más decir que este ilustre personaje, gran matemático y físico suizo fue mi primer amor infantil. En el libro de la Historia de las Matemáticas, que yo leía con gran interés, encontré un tema que no tardaría en enriquecer mi inquieta y laboriosa imaginación. El argumento se refiere a un lugar llamado Königsberg, antiguo nombre de una ciudad rusa de Kaliningrado que durante el siglo XVIII formaba parte de Prusia. A dicha ciudad la atraviesa el río Pregolya, el cual se bifurca para rodear con sus brazos a la isla Kneiphof, dividiendo el terreno en cuatro regiones distintas. (figura 11) Tales regiones en aquel tiempo estaban unidas mediante siete puentes llamados: Puente del Herrero, Puente Conector, Puente Verde, Puente del Mercado, Puente de Madera, Puente Alto y Puente de la Miel.


Figura 11. Los puentes de Königsberg

Dadas las características del puente, el río y la ciudad, los intelectuales de la época formularon un célebre problema matemático, que consistía en encontrar un recorrido para cruzar a pie toda la ciudad, pasando sólo una vez por cada uno de los puentes, y regresando al mismo punto de inicio. Creí qué si los grandes pensadores de esa época se habían planteado este problema, por supuesto, tenía que tener una solución. Y bueno, no tardé en darme a la expedita tarea de trazar infinidad de recorridos posibles, todos completamente infructuosos.

Para mi tranquilidad investigativa de niña perseverante, descubrí que Euler determinó, en el contexto del problema, que los puntos intermedios de un recorrido posible, necesariamente han de estar conectados a un número par de líneas. En efecto, si llegamos a un punto desde alguna línea, entonces el único modo de salir de ese punto es por una línea diferente. Esto significa que tanto el punto inicial como el final serían los únicos que podrían estar conectados con un número impar de líneas. Sin embargo, el requisito adicional del problema dice que el punto inicial debe ser igual al final, por lo que no podría existir más de un único punto conectado con un número impar de líneas.

Con este fantástico argumento, aprendí muy a tiempo varias cosas que habría de utilizar una y otra vez en el diseño de mis futuros juegos y modelos matemáticos. Aunque estoy segura que el más importante aprendizaje sobre este problema, es que jamás se debe decir: ¡No se puede!, lo significativo es argumentar por qué ¡No se puede! Más adelante, a la edad de veinticuatro años habría de profundizar en la teoría de grafos y en la topología, área de las matemáticas cuyo origen directo puede situarse en la resolución de este problema.

Una tarde habitual como todas, había sacado mis coloridos poliedros de cartón y los había alineado sobre la mesa donde hacía mi tarea, al terminarla, como casi siempre solía hacer, jugaba un rato con los triángulos del hexágono. Me llamaban mucho la atención las diferentes figuras que podían formarse en el centro. Había realizado una decena de ellas, aunque hermosas, eran irregulares, pero para mi sorpresa, no tardé en encontrar otra figura regular. ¡El rombo! y no lo dudé por ningún momento, pero preferí asegurarme. Me dirigí a la sala, estando frente al librero, contemplé los doce tomos de la enciclopedia. Alcancé el pesado libro que correspondía a la “R” pasé las páginas hasta que di con la palabra que buscaba. Leí con atención: El rombo es un cuadrilátero paralelogramo cuyos cuatro lados son de igual longitud. Los ángulos interiores opuestos son iguales. Sus diagonales son perpendiculares entre sí y cada una divide a la otra en partes iguales. No cabía la menor duda, había encontrado una cuarta figura en el interior del hexágono que se podía construir con los seis triángulos de mi elemental diseño.

El hallazgo me obligó a pensar en la posibilidad de que pudiera existir otra figura regular, y para fortuna mía, después de muchos intentos, encontré ni más ni menos, a la edad de trece años: ¡El triángulo! No lo podía creer. Ese fue un día de fiesta que celebré con Julia en la cocina, haciendo un pastel. Todos en mi casa sin saberlo, participaron en el evento: el pastel era de forma triangular.

Las cinco figuras regulares de mi hexágono (figura 12) permanecieron muchos años en el cajón del olvido. No obstante, yo tenía la certeza que los modelos que había desarrollado en mi infancia y mi adolescencia, podían darme alguna información respecto a la actividad mental que desarrolla el pensamiento humano, a través de la búsqueda de soluciones de un problema en particular. Debo decir entre paréntesis, que a pesar de mi gran fascinación por las matemáticas, un día decidí estudiar la carrera de Biología en la Facultad de Ciencias de la UNAM, lo que me permitió desarrollar algunos trabajos de investigación en el área biomédica. Por supuesto, en uno de mis proyectos experimentales, en el departamento de bromatología, desarrollé una fórmula matemática para leer las lecturas del polígrafo que obtenía gráficamente, al estudiar segmentos de intestino de ratón sometido a una dieta específica.


Figura 12. Transformaciones de un módulo hexagonal polivariante.

Experimentar el modelo de las cinco figuras regulares que se obtienen con los seis triángulos, con un buen número de personas, me permitió descubrir varias cosas: generalmente, la primera figura que se encuentra es el círculo seguida del hexágono y la estrella. Como dato curioso, por lo general, los hombres encuentran primero el hexágono y las mujeres el círculo. En cuarto lugar y con cierta dificultad encuentran el rombo, y muy pocas personas tienen la paciencia para encontrar el triángulo. Es importante entregarle a la persona que desee descifrar este enigma los seis triángulos ordenados por ejemplo, de la forma que se ilustra en la figura 13, y pedirle que forme un hexágono, cuidando que al centro se forme una figura regular, es decir, que tenga todos sus lados iguales. 


Figura 13. Los 6 triángulos del módulo polivariante hexagonal

(Continuará)

Nota: El índice de los capítulos de "Hacia la creatividad cuántica" se encuentra en el cintillo izquierdo del blog. 








viernes, 10 de noviembre de 2017

La serpiente que se muerde la cola

La Serpiente Que Se Muerde La Cola


Interesante acertijo de la colección "Juegos para armar ideas" de Lilia Morales y Mori.






Ver Video:



viernes, 3 de noviembre de 2017

Los cinco sólidos platónicos


Capítulo I
Del libro Hacia la creatividad cuántica
Autora: Lilia Morales y Mori 


Los días lluviosos de finales del verano y principios del otoño, me llenaban de cierta sensación melancólica, que yo aprovechaba para releer los apuntes de la historia de las matemáticas que había hecho en la librería. Una húmeda y calurosa tarde me había propuesto construir con cartulina de colores los cinco sólidos platónicos (figura 9). Tracé en un cartoncillo el patrón de cada una de las figuras, las recorté y las pegué uniendo los bordes. Me parecieron tan hermosas, que las guardé en la caja de los caracoles, de vez en cuando las sacaba del estuche y alineaba los poliedros de cartón, sobre la mesa donde solía hacer mi tarea. 




Figura 9. Los cinco sólidos platónicos

Mi figura favorita era el tetraedro, seguramente porque el triángulo al igual que los números triangulares me cautivaban. Un día descubrí qué sumando los dígitos de cualquier número de la serie triangular, sumaban siempre: 1, 3, 6, o 9. Y más tarde descubrí que el nueve era un número maravilloso. ¿Pero qué número no es maravilloso? Desde sus inicios los primeros sistemas de numeración, cuando los hombres empezaron a contar con los dedos, con piedras, o marcas de madera, puntos o rayas, crearon números de representación muy simple. Pero el conocimiento y el pensamiento humano en constante desarrollo evolutivo, habría más tarde de dar lugar al sistema de numeración egipcio, maya, griego, romano, indoarábigo etc. Cada uno con sus valiosas aportaciones para el entendimiento y comprensión de nuestro entorno y nuestro propio universo.

Cuando era niña me atrapaban esos símbolos que veía en las ilustraciones de mis libros favoritos. Y cuando todo parecía ya no poder sorprenderme más, con el paso de los años, aparecieron los sistemas de numeración binario, donde cualquier número del universo puede escribirse con tan sólo dos dígitos: el 1 y el 0. La informática y la electrónica le darían un nuevo contexto a las matemáticas del siglo XXI, donde toda la información que se emite y se recibe a través de las computadoras cada día, es simplemente mediante “ceros” y “unos” que son transformados en imágenes, sonidos o en algún formato digital. Pero cabe la pena preguntarse: ¿Cuánto durará la era digital? Tal vez la computación cuántica con su enigmático código esté frente a nosotros, esperando sorprendernos aún más.

A mis doce años, en 1958, la vida transcurría lentamente, y yo tenía todo el tiempo del mundo para interpretar a mi ingenua manera, una milésima de una microscópica parte de la historia del conocimiento humano. Un día de ese año, después de terminar la tarea, me dispuse a colorear el dibujo que había hecho en cartulina de un hexágono (figura 10A). Con una regla uní los vértices opuestos de modo que se formaron seis triángulos equiláteros (figura 10B). A continuación, tomé un compás y tracé en el centro del hexágono un círculo (figura 10C). Pensé que era gracioso cómo se veía el círculo dentro del hexágono, ya que, el hexágono es una figura que se construye a partir de un círculo. Me quedé viendo la figura un rato y casi impulsivamente tomé las tijeras y recorté cada uno de los seis triángulos. Volví a unir los triángulos para formar el hexágono, pero cuidé muy bien de poner en el centro sólo vértices en blanco, de modo que pude dibujar en medio un pequeño hexágono (figura 10D). Nuevamente reacomodé los seis triángulos, dejando los vértices blancos en el centro, donde dibujé una estrella (figura 10E).  


Figura 10 (A,B,C,D,E) Piezas de un módulo hexagonal polivariante

Todo fue sumamente sencillo y divertido. Próxima a cumplir trece años, me había involucrado sin proponérmelo, en el inquietante mundo de las transformaciones, es decir: en el espacio de los Modelos Polivariantes. Tal es el ejemplo del modelo físico de la figura 10E, de la cual se podían obtener otras formas que representaran o significaran figuras completamente diferentes. Sentí en ese momento un gran deseo de mostrarle mi modelo a alguien. Julia, mi nana, que siempre me decía: ¿qué haces mi niña? cuando me veía muy concentrada en alguna cosa. Se me acercó y me dijo la consabida pregunta: Yo le respondí, unas figuras mágicas. ¿Y por qué son mágicas? Porque cambian de forma. A ver, enséñame.

Julia tomó con sus manos regordetas los seis triángulos de la figura 10E y preguntó: ¿qué hay que hacer? Junta los triángulos de manera que se unan de esta forma, le señalé un hexágono, pero fíjate que en el centro se forme una figura regular. ¿Cómo que regular? Qué tenga todos sus lados iguales. ¡Ah! ¿Voy bien? No, este lado es diferente. Tienes razón… ummm... ¿Y ahora? Ya vas mejor. No pasó mucho rato cuando le dije aplaudiendo de gusto, muy… muy… bien Julia, ya tienes el círculo, ahora has otras dos. Mi nana que había estado de pie, se sentó en una silla y continuó moviendo los triángulos con tal seriedad que no pude evitar sentirme importante. Finalmente formó el hexágono. Yo estaba muy emocionada al verla mover con tanto entusiasmo los pequeños triángulos, hasta que sonó el timbre de la casa, era don Gonzalo, el señor que nos surtía huevos, leche y queso tres veces a la semana. Como Julia se entretuvo en la cocina, yo recogí mis cosas y me fui a brincar a la cuerda en el patio.

Más tarde entré a la cocina y le dije a Julia que me sirviera un poco de leche tibia con un pan. Aquí tienes mi niña, me dijo. Me le quedé viendo con gran cariño, no podía olvidar sus bondadosos cuidados que me había dedicado durante más de seis meses, cuando sufrí esa extraña enfermedad, justo cuando recién había cumplido diez años. Un día amanecí con un dolor muy fuerte en la ingle de la pierna derecha, ese día no fui al colegio. Al día siguiente tenía las dos piernas muy adoloridas y no podía sostenerme de pie. Mi mamá llamó al médico quién después de auscultarme como a un bicho raro, le dijo: no creo que sea parálisis infantil, pero tenemos que estar atentos, por lo pronto debe tomarse estas medicinas.

Una semana después de tener las piernas completamente debilitadas, mis manos y mis brazos habían comenzado a hacer movimientos incontenibles y desordenados. Cada día la enfermedad iba deteriorando más mis extremidades al grado de no poder controlar los movimientos de mi cuerpo. Un par de semanas después, mi cara estaba afectada por convulsiones y muecas repentinas que me imposibilitaban para poder hablar y comer. Días más tarde perdí la capacidad de emitir cualquier sonido voluntario y en tan sólo un mes estaba convertida en un lamentable y horroroso títere desarticulado.

Mis padres estaban devastados porque el médico les había dicho que padecía la enfermedad de Huntington, vulgarmente conocida como mal de San Vito. El diagnóstico no era nada alentador, ya que se esperaba que tuviera trastornos cognoscitivos y psiquiátricos. Y posiblemente una muerte temprana. Durante esos meses mis papás iban a verme poco y mis hermanos cuando lo hacían, le preguntaban a mi nana si yo estaba ¡…! no pronunciaban la palabra, sino que hacían una seña con su dedo índice moviéndolo en la frente. 

Yo conservo aún en mi memoria, el dolor físico de esa enfermedad, sin embargo, puedo asegurar que jamás perdí mi capacidad de pensar ni de coordinar lógicamente mis ideas, lo que sí puedo decir, es que en esa época mi imaginación se desbordó a tal grado, que en muchas ocasiones tuve sueños verdaderamente extraños y hermosos, muy vívidos, coloridos e incomprensibles. Las ensoñaciones de mi fantasía me recuerdan mucho a los cúmulos de las galaxias que todos podemos observar hoy en día, en cualquier fotografía de la NASA. Fue una época de gran silencio y soledad, pero también fue una época en la que llegué a sentirme inmensamente feliz.

Gracias a mi nana, sobreviví la parte física de la enfermedad, ella se las ingenió para que yo comiera los pocos alimentos que lograba introducir en mi boca. Me bañaba a diario en la tina, primero con agua caliente y luego con agua fría, me administraba a tiempo todos mis medicamentos, masajeaba todo mi cuerpo y me cantaba canciones para que yo me pudiera dormir. A ratos me abrazaba muy fuerte y se me quedaba viendo a los ojos y me decía: mi niña, yo sé que tú me escuchas y me entiendes, ¿verdad? las dos sabemos que te vas a poner bien.

Seis meses después la enfermedad se fue lentamente como llegó, tardé algunos meses en poder caminar sin caerme a cada rato, porque estaba aún muy débil y mi cuerpecito había quedado prácticamente en los huesos. Cuando volví al colegio, me puse al corriente de mis materias y por mi empeño y el afecto que me tenían las monjas no perdí el año escolar.

¡Me falta una figura! me dijo Julia. Corrí por los triángulos y nos quedamos en la mesa de la cocina hasta que finalmente encontró la estrella. 

(Continuará)

Nota: El índice de los capítulos de "Hacia la creatividad cuántica" se encuentra en el cintillo izquierdo del blog. 



lunes, 23 de octubre de 2017

Mi primer poema



Capítulo I
Del libro Hacia la creatividad cuántica
Autora: Lilia Morales y Mori 

Verano de 1958
Cuando éramos pequeños, mis padres solían llevarnos al Centro Asturiano Español. Las mamás se reunían en un salón cerca del grupo de niños que se entretenían con juegos propios de aquella época, y los papás se concentraban en otro salón donde tenían servicio de bebidas. Yo había estado jugando con algunos niños al juego de las sillas. Para quienes no lo recuerden, les diré que se colocan tantas sillas como niños menos uno. Si éramos diez niños, se colocaban nueve sillas. Las sillas se disponían en una fila pero se alternaban de modo que quedaran encontrados el asiento y el respaldo. Al ritmo de la música dábamos vueltas alrededor de las sillas y cuando la música se detenía, todos tratábamos de sentarnos, el que no lograba sentarse, se salía del juego. Sólo quedábamos otro niño y yo, y cuando paró la música, a punto de sentarme, agarré la silla con tal fuerza, que el niño en su intento por arrellanarse se cayó al suelo. Y ¡claro! me descalificaron a mí. Después del incidente, las mamás organizaron otro juego que me pareció muy aburrido y me fui al salón donde estaban los señores.

En una de las mesas estaba mi papá con otras personas que observaban con atención a un hombre mayor bastante circunspecto. A mí me llamó la atención el señor porque sus ojos parecían ver en direcciones opuestas. Un mesero había traído bebidas y botana y yo aproveché la situación, para quedarme muy bien portada junto a mi papá. Algunos de los señores hablaban al mismo tiempo hasta que se hizo el silencio. El hombre de extravagantes ojos, quién tenía unos papeles entre sus manos, de inmediato comenzó a leer con tal tono de voz, que sentí que algo a nuestro alrededor comenzaba a vibrar. Su voz aunque grave era muy melodiosa, y sus palabras estaban llenas de una musicalidad que embriagaba a tal grado, que sentí deseos de llorar.


Después me dijo mi papá que ese señor era el gran poeta español Pedro Garfias y que el poema que había leído se llamaba: 

Cuando me tiro de noche.

Cuando me tiro de noche
en el ataúd del lecho
que es menos duro que el otro
porque ya sabe mis huesos,
me pongo a mirar arriba
los astros de mis recuerdos.

Aquél que se abrió de pronto
cuando todo era misterio.
El otro que se apagó
antes de sentirse abierto.

A veces grito iracundo:
aquí me falta un lucero,
aquí me sobra una estrella.
¿Quién hizo este firmamento?

Una voz piadosa dice
que no es cielo si no techo.
—Por mi vida, grito yo,
dejadme saber mi sueño.
Donde yo pongo los ojos
todo es cielo—.


Ese glorioso día descubrí la poesía.

Días después intenté escribir algo que pudiera ser tan sonoro y emotivo como el poema de Pedro Garfias -a esa edad, todo parece factible- pero lo único que lograba era garabatear palabras sin sentido sobre una hoja en blanco. No podía concentrarme porque a lo lejos se escuchaba música de un radio que alguien tenía a todo volumen. Así que me metí a mi refugio favorito: el closet. Era un cuarto bastante amplio como para sentarme sobre unos almohadones, con las piernas bien estiradas. Había resuelto el problema del ruido, sin embargo, la ropa frente a mí que colgaba de los ganchos, alejaba mis pensamientos de los versos que aún recordaba con vívida intensidad.

Me levanté y desplacé hacia ambos lados los vestidos, dejando sólo a la vista, detrás de mí, la blanca pared. Nuevamente me senté entre los almohadones y en el momento en que me disponía a escribir algo, se fue la luz. Cerré los ojos con fastidio y cuando los abrí, algo espectacular, colorido y animado se movía en un fragmento iluminado de la pared. Entre aterrada y sorprendida, trataba de entender lo que mis ojos veían. Después de un rato, no daba crédito, incluso traté de ponerme de cabeza porque la imagen que reconocí estaba al revés. Era una visión exacta de la ventana de la recámara, con todos los detalles que siempre solía ver a lo lejos tras el cristal, era el nítido paisaje de un árbol frondoso moviéndose por el viento.

Sin apartar la vista de la pared, me di cuenta qué una figura se movía en esa especie de insólito cinematógrafo. Era Manuela al revés, la muchacha del aseo que había entrado a la recamara. Estuve a punto de reírme cuando se abrió la puerta del closet. ¿Qué haces aquí, y por qué tienes tanto desorden? No terminaba de hacerme preguntas cuando le dije, ve la pared. ¿Qué vea qué? La pared. Pero en la pared ya no había nada, seguía siendo tan blanca como siempre.

Esa reveladora imagen fue el impulso creativo que me permitió descubrir la solitaria compañía del quehacer literario que me ha acompañado toda mi vida.

A la edad de doce años escribí mi primer poema:  

UN MUNDO AL REVÉS

El viento mueve las hojas
de un frondoso árbol
y a lo lejos
las casas están al revés
todo
absolutamente todo
está al revés.

La ilusión de mi cinematógrafo me duró algún tiempo, hasta qué en la secundaria, estudiando la materia de física en el capítulo de óptica, dilucidé que mi refugio favorito era una cámara oscura, o un gigantesco ojo donde la luz del sol al entrar por la ventana, actuaba como el cuerpo luminoso y la cerradura de la puerta, era el orificio por donde los rayos de luz penetraban oblicuos, invirtiendo la imagen que era proyectada en la blanca pared. La imagen estenopeica, que descubrí accidentalmente aquel día, me obligó a profundizar en el tema. En aquel entonces la información del conocimiento se encontraba encerrada en las bibliotecas que guardaban celosamente la erudición de la humanidad. Para mi fortuna, yo tenía al alcance cualquier libro especializado de la editorial, siempre y cuando, decía mi papá, -lo trates con sumo cuidado- Aprendí pronto a usar los tarjeteros temáticos por índices de materias y autores. Aunque la búsqueda podría parecer una labor titánica, ya que en aquel tiempo no existían los ficheros electrónicos, me resultaba enriquecedor porque durante el sondeo de algún tema, descubría otros que me parecían interesantes y que anotaba en una hoja de papel.

La referencia más remota que encontré en aquel tiempo pertenece a un filósofo chino Mo Ti (siglo V antes de Cristo), quién describe en alguno de sus escritos el fenómeno de la imagen invertida, que se forma al pasar la luz por un pequeño agujero en una habitación oscura. Aristóteles (384-322 AC) concibió el principio de la cámara oscura al observar un eclipse parcial de sol proyectado en el piso, a través de las hojas de los árboles qué al moverse con el viento, formaban pequeños agujeros por los que pasaba la luz y proyectaban la imagen del eclipse. Más tarde trató de reproducir el fenómeno haciendo agujeros recortados de diferentes modos y descubrió que sin importar la forma del agujero, se proyectaba siempre la forma circular del sol. Saber esta información fue un verdadero dolor de cabeza para mí, ya que me había cuestionado porqué si el ojo de la cerradura de la puerta era de la forma típica de una “cola de pato”, la imagen que se proyectaba en la pared del closet tenía forma rectangular. Y bueno, mi idea concluyente fue que lo que se proyectaba, era la forma del elemento que se inundaba de la luz solar, qué en mi caso, era la forma de la ventana. No siempre encontré respuestas satisfactorias a mis interrogantes, pero al menos alguna conjetura de mi parte era suficiente, para dejar en el olvido por algún tiempo, el tema en cuestión.

(Continuará)

Nota: El índice de los capítulos de "Hacia la creatividad cuántica" se encuentra en el cintillo izquierdo del blog. 


domingo, 22 de octubre de 2017

domingo, 15 de octubre de 2017

Mi inevitable arraigo en la dimensión creativa


Capítulo I (continuación)
Del libro: Hacia la creatividad cuántica
Autora: Lilia Morales y Mori

Hace tiempo había dejado de cargar la caja de ajedrez con sus sonoras piezas de dos colores, y en el camino de mi niñez a los doce años, previo a mi adolescencia, había desarmado varios radios de bulbos, algunas planchas equipadas con una rudimentaria resistencia, mi tocadiscos portátil de 78, 45 y 33 revoluciones, donde escuchaba una y otra vez las hermosas canciones de Edith Piaf. Por supuesto no se escaparon a mi curiosidad las licuadoras, los enchufes y cables eléctricos, las lámparas, las series de foquitos de navidad, los relojes de cuerda y sobre todo los juguetes mecánicos, que terminaban siempre arruinándome las manos, cuando intentaba colocar de nuevo el metálico muelle espiral, dentro de la sencilla maquinaria de cuerda con sus maravillosos engranes.

Mi mente trabajaba de forma vertiginosa pensando en la posibilidad de poder inventar algo, pero en aquella época paralizada en una zona de confort, donde se suponía que todas las cosas del mundo ya se habían inventado, no tenía muchas esperanzas de que alguna brillante idea pasara por mi cabeza. Así que en calidad “de mientras” me di a la tarea de leer, escribir y pintar.

Los primeros libros que leí los encontré también en el librero de mi casa. Lo recuerdo muy bien, la trilogía del escritor francés Jean Paul Sartre, Los caminos de la libertad de la que sólo leí: La edad de la razón. Pero fue en realidad, un bellísimo libro que destacaba por su tamaño en el librero, el que me cautivó enormemente. Una magnífica biografía ilustrada de Leonardo Da Vinci 


Figura 4. Leonardo Da Vinci

Después de hojear con especial fascinación el libro, me di a la tarea de copiar el rostro enigmático del genial artista, filósofo, escritor, científico y otros tantos conocimientos en sus haberes, que merecidamente le otorgaron el auténtico título de polímata. Sobre papel Fabriano y con un lápiz color sepia, tracé el misterioso semblante del hombre que sería un parteaguas en mi vida a partir de ese momento.

Prácticamente copié todas las ilustraciones del libro. En la noche soñaba con algunas de las imágenes y me perdía en un mundo de fantasía, cuando cobraban vida los engranes y se activaba el mecanismo de poleas que giraban hasta la eternidad. Las alas de los aviones eran como libélulas de papel que parecían estrellarse en los molinos de viento, y justo, en el instante previo al impacto, una bailarina sujetaba con una cuerda a un insecto mecánico, lo apretujaba entre sus manos y lo doblaba una y otra vez, hasta convertirlo en un pequeño pedacito, que introducía en su boca y al instante comenzaba a bailar, al ritmo de la melodía “Canción de cuna” de Johannes Brahms.

Durante algún tiempo me inquietó el significado de los símbolos y los misteriosos textos de Da Vinci, pero esto no tenía tanta importancia frente a las hermosas composiciones de los gráficos, me era más que suficiente admirarlos por su belleza descriptiva y su enigmático contenido. Cuando no hubo más material que copiar, inicié mis propios bocetos. Predominaban los extraños aparatos que no servían para nada, pero igual estaban llenos de minuciosas indicaciones, acompañadas de muchos números y símbolos incomprensibles que había visto en los dibujos de Leonardo Da Vinci.

Unas semanas después iniciaron mis vacaciones escolares. Como mi papá era librero, por esas fechas solía llevarme a la editorial. Presentía, como siempre me ha ocurrido cuando voy a tener un evento favorable, que ese día me estaba esperando una gran sorpresa. Recuerdo que siempre antes de entrar en la librería, me quedaba en la calle observando con cierta curiosidad cada uno de los dos enormes escaparates. No tardé en descubrir el libro que me estaba esperando. Era un compendio de la Historia de las Matemáticas editado en dos tomos bellamente encuadernados, en color vino oscuro. Minutos después me encontraba sentada en la enorme sala de juntas, rodeada de una pequeña pero importante colección de pinturas y un suave aroma embriagador, que seguramente emitían los muebles de caoba lustrados con sumo esmero.

Durante más de un mes tuve oportunidad de hojear los libros y tomar apuntes, y por supuesto copiar a lápiz una gran cantidad de ilustraciones muy esquemáticas. En pocos días mi carpeta de “Apuntes Importantes” como la había titulado, estaba llena de nombres de ilustres matemáticos que habrían de acompañarme durante muchos años de mi vida. Así aprendí a admirar a Pitágoras, Platón, Euclides etc. A esa edad en que las niñas casi adolescentes jugaban a las muñecas, yo devoraba los libros que me transportaban al mundo de las ideas de la antigüedad, inundados de reflexiones rigurosas, como los conceptos de Herodoto que asumía que el conocimiento de las matemáticas “era la suma y la síntesis de las Enseñanzas Secretas sobre el Hombre y la Naturaleza”.

En esa época también conocí los números racionales al contemplar un dibujo del “Ojo de Horus” (figura 5) Un poderoso amuleto mágico del antiguo Egipto, representado como símbolo solar que encarnaba el orden, lo imperturbable y el estado perfecto. Observé durante horas los rasgos donde estaban acotadas las respectivas fracciones, y como ciertamente no entendía ninguna de esas imágenes ni palabras, más volaba mi imaginación que se iba desbocando en dibujos extraños que para mí, eran lo suficientemente comprensibles.


Figura 5. Los números racionales en el Ojo de Horus

Los números figurados pitagóricos (figura 6) me inquietaron durante mucho tiempo en mi niñez y mi adolescencia. El suficiente para suponer que todas las cosas podían ser representadas por números.


Figura 6. Números figurados pitagóricos

Pasó cierto tiempo para que pudiera asimilar la visión fundamental de Pitágoras, que asumía el universo como un cosmos, como un todo ordenado armoniosamente, cuando razonaba que el destino del hombre consistía en considerarse a sí mismo, como una pieza de este cosmos donde debía descubrir su propio lugar, manteniendo la debida armonía, deacuerdo al orden natural de las cosas.

Y como todo era número, según lo había entendido en aquel tiempo, me di a la tarea de discurrir una figura que me permitiera en primer lugar, hacer la secuencia numérica del 1 al infinito. Y digo al infinito, porque esa era una palabra nueva para mí, y además tenía un símbolo muy bonito que yo solía poner en la mayoría de mis dibujos. Aunque no entendía mucho su significado, supuse que el infinito sería siempre cualquier número X+1. Al menos me funcionaba muy bien cuando jugaba con mi mejor amigo imaginario, al juego de quién decía -el número más grande- yo siempre decía: el número que tú digas más uno. Lo cierto es que en ese tiempo yo estaba muy lejos de imaginar que existían números inconcebiblemente grandes como el número Pi, que no tardó en aparecer en la incansable curiosidad de mi infantil existencia.

En la búsqueda de una figura que representara una secuencia numérica, lo primero que hice fue trazar círculos concéntricos, después de esto pensé, que me llegaría de inmediato una idea con la imagen de la secuencia de los números, pero no ocurrió así de fácil. Los círculos concéntricos no tenían puntos de referencia, esquinas o vértices, como los cuadrados o los triángulos. Entonces yo me preguntaba, tumbada en el piso donde tenía una caja de colores y mi inseparable libreta: ¿En dónde pondré marcas para que pueda dar forma a la serie de los números naturales? Lo primero que se me ocurrió fue poner una marca en cualquier lugar de cada círculo, pero esto no resolvía el problema, así que me valí de un artificio bastante sencillo, pero en realidad muy eficaz. Tracé una recta uniendo todos los círculos y en cada intersección puse un pequeño punto, (figura 7A)


Figura 7 (A,B,C). Secuencia numérica

El arreglo de la figura 7A, no me convenció del todo porque sentí que carecía de continuidad, sentí como que se estancaba y eso no era lo que yo estaba buscando. Pasaron algunos días, era domingo y en casa habían preparado por primera vez caracoles horneados en salsa con mantequilla. Platillo que hasta la fecha me encanta. Cuando terminamos de comer recogí de los platos las conchas de los caracoles, los lavé muy bien y los guardé en una caja. Más tarde volví a mi dibujo de círculos concéntricos. Observaba detenidamente la perfecta concha de un caracol, cuando se me ocurrió hacer el dibujo B, tal cual se ve en la figura 7. Me puse muy contenta porque pensé que había avanzado algo, no mucho, pero al menos me quedaba muy claro que con este nuevo trazo, se justificaba el crecimiento de los números naturales hasta el infinito.

Como siempre he sido “colorista”, es decir, me encanta llenar de color algunos espacios de mis dibujos, iluminé algunos segmentos del dibujo B, después de iluminarlo, descubrí que de esta manera el dibujo de la figura 7C se parecía más a la concha de un caracol. Se había hecho tarde, así que guardé la caja de los caracoles, los colores y mi libreta en un rincón del closet como siempre solía hacerlo, y me dispuse tranquilamente a dormir.

No puedo decir que esa noche tuve el mejor sueño de mi vida, pero si uno de los mejores. Soñé que me encontraba sentada en el centro del caracol que había dibujado. Estaba jugando a la matatena (jacks) y ya próxima a tomar las diez piezas metálicas de un solo golpe, perdí el control de la pelota que se fue rodando por las escaleras hasta llegar a una puerta donde se encontraba un simpático arlequín sosteniendo un cartel con el número 1. Me sorprendió mucho la presencia de un postigo en ese lugar, porque en mi dibujo yo no había cerrado el acceso en ninguno de los diferentes niveles del caracol.

Me disponía a tomar la manija y abrir la puerta, cuando se me adelantó el personaje de rombos y nariz respingona, quien de un solo brinco bajó al siguiente postigo del caracol. Descendí con cierta curiosidad y cuando vi la siguiente puerta, estaba frente a ella el mismo personaje sosteniendo entre sus manos enguantadas el número 2. Ambos continuamos bajando y abriendo puertas hasta que me cansé de bajar tantas veces, en cambio el singular polichinela (eso me pareció, porque cada vez estaba más jorobado y barrigudo) me retaba a seguirle, mostrándome infinidad de números. Aturdida y cansada, me detuve un instante cuando escuché un sonido apagado como un: tan… tan… tan, me di vuelta y vi la pelota que venía bajando por las escaleras. La atrapé en un abrir y cerrar de ojos, justo en el momento en que me desperté.

Pasaron algunos días cuando volví a retomar los dibujos del caracol, me sentía satisfecha con la figura que había trazado para la secuencia de los números naturales, porque estaba convencida de que nada podía evitar que creciera así hasta el infinito, pero no tardó en surgirme un nuevo dilema. Me había prometido hacer un diseño para los números figurados, y sin lugar a duda, partiría del círculo, porque en ese tiempo, las figuras regulares que mejor conocía eran el cuadrado, el triángulo y el círculo. Así que sin demora me di ese mismo día a la tarea. Los números figurados circulares (figura 8) me parecieron interesantes porque tenían simetría radial. De eso estaba segura, presentaban un punto en el centro y se iban desplazando hacia afuera mediante circunferencias concéntricas, en las que se incluía siempre, la figura del número anterior. El problema era que en aquel tiempo -y confieso que también ahora- me costaba trabajo calcular la distancia entre las circunferencias, de modo qué al representar el siguiente número, se incluyeran cómodamente los nuevos caracteres. En tal caso, supuse que la misma “naturaleza” se encargaría de solucionar ese pequeño problema.


Figura 8. Números figurados circulares

(Continuará) 

Nota: El índice de los capítulos de "Hacia la creatividad cuántica" se encuentra en el cintillo izquierdo del blog. 








Erebo. El virus mortal.

  En el año 2045, el mundo era un lugar desolado. Las ciudades, que una vez brillaron con el bullicio de la vida humana, ahora eran ecos de ...