miércoles, 24 de enero de 2018

El teorema de los cuatro colores


Capítulo I (continuación)
Del libro: Hacia la creatividad cuántica
Autora: Lilia Morales y Mori

El teorema de los cuatro colores

Si mis cálculos matemáticos estaban en lo cierto terminaría el encaje de la mantilla española para mayo, justo el día de las madres. En segundo año de secundaria era obligatorio en el colegio, cursar un taller de labores en tela. Yo había seleccionado al principio del año escolar, un hermoso diseño de un pañuelo bordado en encaje de guipur y deshilado sobre tela de lino. La madre María era la maestra del taller y me había advertido que esa era una labor muy difícil de realizar. No obstante, acepté el reto. Para finales de enero había terminado el bordado de la tela y había iniciado el encaje del borde del pañuelo.

Una tarde, en que la madre María veía con satisfacción mi trabajo, me mostró una bella labor en tul de seda. Era una mantilla española. Como estaba a unas semanas de terminar el pañuelo, la madre me autorizó para iniciar un nuevo bordado. Yo misma hice el diseño compuesto de pequeños racimos de flores, que bordaría sobre tul de seda negro. Seleccioné un hilo plateado también de seda e inicié inmediatamente el bordado. Faltaba un mes y medio para el diez de mayo y yo aún no terminaba ni el pañuelo ni la mantilla. Había hecho cálculos de tiempo y justo, trabajando una hora y cuarenta y cinco minutos al día, concluiría ambos trabajos para la fecha de entrega.

Escuchaba música de Charlie Parker, mientras bordaba con cierta serenidad la mantilla. Pero algo me distraía poderosamente, era un libro que recién había adquirido sobre matemáticas, en particular el capítulo sobre grafos, de topología. Vi el reloj, habían pasado 105 minutos, guardé con gran nerviosismo el bordado y me dispuse a releer el tema del libro que tanto me inquietaba. Tiempo atrás ya había descubierto los puentes de Königsberg, pero en este libro se exponía de forma más amplia y amena dicho tema, pero sobre todo, se destacaba con más amplitud “El teorema de los cuatro colores”.

Francis Guthrie (1831-1899) enunció el teorema que decía: Se necesitan al menos cuatro colores para colorear un mapa sin que ninguna región tenga una frontera común del mismo color. Dicho teorema quedó sin resolver por más de un siglo, hasta que finalmente fue demostrado con la ayuda de una computadora en 1976, donde se comprobó que tres colores eran insuficientes y cinco resultaban excesivos. El problema podría parecer un tanto trivial pero a mí me interesó lo suficiente, como para dedicarle más tiempo que el que había convenido para mis obligaciones con el taller de bordado.

Fue tan obsesivo de mi parte este teorema que me alejó por completo de mis obligaciones, al grado de no dedicarle el tiempo necesario a ninguna de las dos costuras. Naturalmente tenía que comprobarlo por mí misma, de tal modo tracé un cuadro con divisiones irregulares, pero añadí una limitante en el modelo enmarcándolo de color rojo (figura 23). Realicé más de veinte copias con papel carbón y le pedí a Julia que iluminara algunas de ellas, yo por mi parte, iluminé todas las restantes.


Figura 23. Mapa enmarcado para ilustrar el teorema de los cuatro colores

Cuando Julia terminó de colorear el dibujo que le había entregado, me dijo: ¡No se puede! ¿Por qué no se puede? Le pregunté. Porque para el espacio 16 necesito otro color (figura 24). Este no puede ser azul, ni verde, ni amarillo, ni rojo, dijo con desaliento.


Figura 24. Mapa no resuelto de los cuatro colores

Tienes razón, pero creo que no has aprovechado bien tus colores. Le di otra copia y le pedí que la iluminara cuidando de usar más espacios rojos en el centro. Después de algunos intentos que fueron a parar a la basura logró iluminar correctamente el cuadro (figura 25)


Figura 25. Mapa resuelto de los cuatro colores

Habían pasado algunas semanas y yo me encontraba totalmente absorta en la tarea de iluminar cientos de “mapas” de todos tipos y formas que yo me inventaba. Después de esa experiencia agotadora, descubrí varias cosas: en primer lugar, que el teorema tenía que ser cierto, pero yo carecía de elementos matemáticos suficientes para establecer un argumento válido para esa afirmación. Y en segundo lugar descubrí que había olvidado por completo mis dos costuras. Ese mes fue terrible, mi mamá había recibido tres citatorios del colegio, el primero fue por afirmar en la clase de Doctrina Cristiana que el “hombre había descubierto el fuego”. El segundo por afirmar en la misma clase que: “los hombres habían inventado la rueda” y el tercero por incumplimiento en el taller de costura.

El diez de mayo sufrí una penosa humillación. En el salón de exposiciones donde todas las costuras de mis compañeras se exhibían envueltas en papel celofán adornadas con un hermoso moño de color rojo y una tarjeta dedicada a la madre, mis dos costuras permanecían sobre una mesa, inacabadas, en una irónica composición que la madre María había ingeniado, con todos los implementos de la labor: telas, hilos, agujas, tijeras, dedales, ganchos, aros y por supuesto mis diseños en papel. Mi mamá estaba bastante molesta. Durante el trayecto a casa, sujetando fuertemente con las dos manos el volante, y sin apartar la vista del frente, me dijo: eres una irresponsable ¿de qué te sirve ser perfeccionista si no terminas nada de lo que empiezas? Por supuesto continuó diciéndome toda una letanía de cosas, incluso en la actualidad, sus palabras en muchas ocasiones llegan a mi memoria como un doloroso recuerdo. En efecto nunca terminé mis estudios universitarios de arquitectura ni de biología, no obstante después de haber hecho una brillante tesis en investigación biomédica y haber obtenido en ambas carreras excelentes notas.

Por fortuna olvido con facilidad las cosas que me hieren y como siempre he encontrado en las cosas sencillas una gran felicidad, de tal modo, pasados unos días, me aboqué nuevamente al teorema de los cuatro colores. Era imposible, me encontraba sin argumentos matemáticos para validad con papel y lápiz el teorema, así que me centré en otra parte del problema. Aunque mis conocimientos sobre álgebra eran aún muy elementales, me dispuse encontrar una fórmula que me permitiera establecer, que cantidad de los cuatro colores se necesitaban para garantizar el correcto coloreado de un mapa.

Mi primer planteamiento fue el siguiente: E es igual a la cantidad de espacios por colorear del mapa. A es el color amarillo. B es el color verde. C es el color azul y D es el color rojo. De tal modo:

E = A + B + C + D

Suponiendo que tenemos un mapa E de 44 espacios incluyendo el color rojo del marco, dividí 44 entre 3, el resultado es 14.66 nos olvidamos de las fracciones y establecemos que necesitamos 14 espacios amarillos y 14 espacios verdes. De tal modo ahora sabíamos que:

A = E/3  y  B = E/3

Si sumamos el valor de A y de B obtenemos un total de 28 espacios. Ahora tenemos que restarle a la cantidad total de espacios de E, los 14 de A y los 14 de B. 44-28 es igual a 16. Es decir: nos faltan 16 espacios para colorear.

C = E - (A + B) / 1.7

Los 16 espacios restantes los dividí entre 1.7 esto es = 9 (nos olvidamos de la fracción) de tal modo tenemos que 9 sería el valor para C, y el valor para D sería el resto que es igual a 7.

D = E - (A + B + C)

Ahora solo restaba comprobar la fórmula. Le pedí a Julia, mi incansable nana, enfermera, cómplice, amiga, auxiliar y colega en aventuras matemáticas que iluminara un mapa. Le dije: lo puedes iluminar como tú quieras, pero hay una condición necesaria, tienes que tener solamente 14 espacios amarillos, 14 espacios verdes, 9 espacios azules y 7 espacios rojos incluyendo el marco. ¿Y si no me queda? Me dijo. ¡Inténtalo! Le contesté y me fui a leer el siguiente capítulo del libro.

Al día siguiente que era sábado por la tarde, cuando yo estaba durmiendo una siesta, sentí que alguien me tocaba suavemente el hombro y me decía: niña… niña… ¿estás dormida? Estaba, le contesté, hasta que me despertaste. Abrí un ojo y vi a Julia agitando el mapa frente a mi cara. ¡Lo logré…lo logré! Me incorporé de inmediato, tomé la hoja que observé detenidamente con una gran sonrisa en mi rostro (figura 26)


Figura 26. Mapa coloreado con la fórmula limitante del marco

Estaba en lo cierto, la fórmula servía para cualquier mapa por más difícil que éste fuera. Aunque en mapas muy pequeños, menores de 10 espacios y con figuras complejas, el valor de D (color rojo) puede intercambiarse por el valor de C (color azul) esto es debido a la limitante roja del marco.

Tal vez el lector esté preguntándose el porqué de los parámetros de la fórmula. En realidad fue muy sencillo, después de iluminar cientos de mapas, observé que casi siempre dos colores resultaban en igual cantidad, los dos colores restantes guardaban una diferencia proporcional muy similar en todos ellos. No fue nada difícil encontrar que dividiendo entre 3 el total de los espacios encontraría el valor de A y B, la división del resto de los espacios lo hice por “tanteo”, dividí primero entre 1.5, después 1.6 y finalmente descubrí que 1.7 era el divisor correcto. La observación metódica de un fenómeno en sí, nos permite a priori suponer su comportamiento, las matemáticas nos ayudan a definirlo y… visualmente, la distribución de los colores en esta proporción numérica, muestra un agradable equilibrio.    

(Continuará) 

Nota: El índice de los capítulos de "Hacia la creatividad cuántica" se encuentra en el cintillo izquierdo del blog.  








jueves, 21 de diciembre de 2017

ÉPOCA NAVIDEÑA



Capítulo I (continuación)
Del libro: Hacia la creatividad cuántica
Autora: Lilia Morales y Mori


En diciembre, las casas se vestían del ambiente alegre y luminoso de las fiestas navideñas. Los jardines se llenaban de luces de colores, bellos nacimientos a escala humana, con su pesebre del niño Jesús, San José y la Virgen, los reyes Magos, los animales, el riachuelo, los pastores etc. y por supuesto no podía faltar el enorme árbol hermosamente decorado. Cuando mi maestro llegó a la clase, me preguntó si quería dar un paseo, como le dije que sí, le pedimos permiso a Julia para hacer el recorrido por los jardines de la colonia. Antonio y yo, estábamos admirando unos de los más hermosos nacimientos cuando de repente me dijo: ¿Te puedo dar un beso? Le contesté que no, ¿Por qué? Porque no. Por favor, pídeme lo que quieras, pero déjame darte un beso. No, claro que no. En verdad… pídeme lo que quieras. Después de un rato le dije: ¿Lo que yo quiera…? Sí, lo que tú quieras. Bueno. Quiero un foquito de ese árbol. ¿Un foquito? Sí.

Sin pensarlo ni un segundo se trepó en la barda, corrió hasta el árbol y desenroscó un foco. De inmediato se apagó una sección de las luces, empezó a ladrar un perro y salió una muchacha dando gritos. Nuevamente en la banqueta, me tomó de la mano y corrimos como locos. Nos detuvimos a varias cuadras de distancia. Me entregó el foquito y me dijo, ¿ya te puedo dar el beso? Vi el foquito en mi mano, aún estaba caliente. Le respondí que no. Ya te di el foco, ¡por qué no! Porqué este foco es verde y yo quería uno blanco, ¡el de la estrella!

A finales de enero terminaron las clases. Nunca hablamos del incidente, llegó el día de su partida, se despidió y se fue a estudiar al extranjero, jamás lo volví a ver. Una tarde al regresar del colegio, Julia me dio un paquete. Lo habían entregado de la mensajería. Retiré la envoltura, era una caja envuelta en papel de regalo, abrí la caja y vi con sorpresa: un foquito blanco y una estrella.

La superficie oculta en la tercera dimensión

Habíamos colocado las armas en la cajuela del coche y a punto de partir para el campo de tiro, llego corriendo el amigo de Alex. Era un compañero de la preparatoria que mi hermano había invitado a nuestras frecuentes salidas de cacería. Nada más alejado de la realidad, porque de regreso del campo, papá solía comprar a la orilla de la carretera un par de conejos y algunas codornices para el menú que Julia prepararía al día siguiente. Mi mamá era enemiga de las armas, le traían dolorosos recuerdos de la guerra, en cambio mi papá era un apasionado coleccionista de ellas y ya para esas fechas, tenía en su haber una buena colección de rifles y pistolas, al menos entonces así me lo parecía a mí.

Ese día estrenábamos una escopeta Winchester y era la primera vez que haríamos prácticas de tiro al plato. Después de darnos indicaciones claras y precisas del uso y manejo del rifle, mi papá fue el primero en dispararle a los discos. Nada mal para ser un aficionado, pero a fin de cuentas un aficionado de corazón. ¿Crees poder disparar? Le preguntó mi papá al invitado que de inmediato le contestó: Claro que sí señor. Rodol nunca había tenido un arma entre sus manos, no obstante él mismo introdujo los clásicos cartuchos rojos con dorado en el cilindro del arma y cuando el rifle ya estuvo cargado, y él preparado en la posición adecuada, esperó la trayectoria del plato, serenamente, sin apuro, apuntó al cielo sosteniendo con firmeza el arma. ¡Suerte de principiante! dijo mi hermano quién en su momento, superó en puntería a su amigo.

En mi turno, no lo hice nada mal. Ese día también realicé un par de disparos al blanco a 500 metros con un rifle, pero dado el peso del fusil, tenía que apoyar el cañón sobre el pedestal, ya que para mí frágil cuerpo de escasos catorce años, el arma me resultaba desproporcionada. Era una hermosa Springfield .30-06 de puntiagudos cartuchos dorados a la que mi papá le había adaptado una mira telescópica. En cambio el rifle 22 me resultaba más cómodo, conocía muy bien el enfoque de la mira y puedo decir con honestidad, que tenía muy buena puntería.

Cuando llegamos a casa le entregué a Julia los conejos y los pichones, como siempre los revisó minuciosamente, ¿algún día me tocará limpiar un animal con agujero de bala? Me sonrió con cierta complicidad y yo le guiñé el ojo, tal vez, le dije, no hay que perder las esperanzas. Mi papá, mi hermano y su amigo, habían iniciado el tedioso ritual de desarmar, limpiar y aceitar las armas, como en esa ocasión me suplía en dicha labor Rodol, yo me encerré en mi habitación para iniciar un asunto que me había estado rondando en la mente desde hacía un par de días.

Con anticipación había tomado de la alacena un jabón blanco, de los que se usaban en casa para hervir la ropa, era muy suave de cortar y por sus medidas, me permitió hacer un cubo perfecto de 5x5 centímetros que pinté de rojo (figura 21A). Tomé el cubo y lo corté longitudinalmente, justo en el centro. Sin separar las dos piezas, giré el cubo y lo volví a cortar justo por el centro. Uní las cuatro piezas con un cordel, giré nuevamente el cubo y finalmente realicé un tercer corte, también justo en el centro (figura 21B). 

Ahora tenía en total ocho pequeños cubos (figura 21C). A continuación volví a construir el cubo original pero cuidando que la superficie de color rojo quedara oculta en el interior del cubo.  Efectivamente, tal como lo había imaginado durante varias noches, ahora tenía un cubo totalmente blanco (figura 21D) 


Figura 21 (A,B,C y D). Cortes tridimensionales de un cubo

Este sencillo descubrimiento me permitió entender en primer lugar y de forma bastante objetiva, el sistema de coordenadas cartesianas que estaba estudiando en el colegio en la materia de matemáticas. Lo veía perfectamente reflejado en la cara frontal de la figura 20B, que mostraba los dos ejes perpendiculares cortados en el centro del cuadro. Y para mi sorpresa, me había topado con otro gran descubrimiento, sin sospecharlo siquiera, estaba frente a un sistema espacial de coordenadas cartesianas, cuando efectué el tercer corte longitudinal en el eje “Y” imaginario de mi bloque de jabón.  

El hallazgo me llenó de tal regocijo que durante varios días no pude ocultar dicha emoción, hasta que una semana después, cuando se lo había enseñado a Julia ya varias veces, finalmente me preguntó: -¿Y eso para qué sirve? -Me quedé muda. Pensé en mi interior que no tenía que servir para nada, simplemente era algo muy hermoso. -Pues… no lo sé, -le contesté casi en voz baja. ¿Crees que deba servir para algo? -Yo creo que sí… -Tienes razón, ya pensaré en algo.

Algunas semanas después preparé otro jabón que previamente había pintado de rojo, sólo que en esta ocasión tenía pensado realizar dos cortes en cada eje longitudinal X, Y y Z. Ambos cortes serían equidistantes de manera que habría la misma distancia entre ellos y los vértices del cubo. (figura 22B)


Figura 22. Dos cortes tridimensionales en un cubo

Después de realizar el primer corte, tuve la precaución de colorear las caras blancas de color azul. Cuando hubo secado la pintura, volví a armar el cubo como estaba originalmente en la figura 21A. había llegado el momento de realizar el segundo corte tridimensional en los ejes X, Y y Z, estos últimos cortes los dejé de color blanco. Si mis conjeturas eran ciertas, esperaba encontrar además del cubo rojo, un cubo azul y un cubo blanco. Y ¡Eureka…! Estaba en lo cierto.

Pasaron más de 30 años para que yo pudiera encontrar una utilidad práctica para mi modelo del cubo de jabón, hasta entonces me fue posible continuar con el trabajo que yo había iniciado en mis primeros años de adolescente. El proyecto llevaría de nombre de “Hipercubo” y el subtítulo de “Apuntes sobre los cortes tridimensionales del cubo y los juegos derivados de su funcional estructura”, tema que trataré más ampliamente en los capítulos “Microcosmos en el interior de un cubo”.

(Continuará) 

Nota: El índice de los capítulos de "Hacia la creatividad cuántica" se encuentra en el cintillo izquierdo del blog.  




viernes, 15 de diciembre de 2017

El espacio de las transformaciones


Capítulo I (continuación)
Del libro: Hacia la creatividad cuántica
Autora: Lilia Morales y Mori

En la secundaria con frecuencia solía releer algunas anotaciones de los apuntes que había hecho los años anteriores. Esa fue una gran etapa de mi vida de adolescente porque mis padres tuvieron la feliz idea de ponerme un maestro particular de pintura. Al mismo tiempo estudiaba piano, pero mi oído musical y mi nula capacidad para aprender idiomas habían decepcionado por completo a mi madre, que inútilmente trató de enseñarme el catalán (su lengua materna) y el francés que aprendió en Francia durante su estancia de cuatro años, en el exilio por la guerra civil española.

Para mi primer día de clases de pintura, seleccioné como fondo musical un disco de Frederic Chopin, saqué el acetato de su empaque, lo limpié con un lienzo de felpa, moví el botón hacia la marca de 33 revoluciones, coloqué el disco sobre el plato, accioné el mecanismo de encendido, esperé que cayera lentamente el brazo y escuché con una franca sonrisa en el rostro, el inconfundible sonido que hacía la aguja al deslizarse sobre los primeros surcos del disco. Todo este ritual bien aprendido, me había ganado la confianza de mi padre para poder usar su elegante radio tocadiscos Telefunken que había comprado en Estados Unidos.

Antonio tenía 20 años, era alto, delgado, serio y muy agradable. Las clases se impartían en el comedor de mi casa dos veces a la semana, hora y media, bajo los ojos atentos de Julia que de rato en rato se daba sus vueltas. El maestro encendió un cigarrillo, aspiró una bocanada de humo que inmediatamente arrojo en dirección del techo, envolviendo las luces de la lámpara. Pausadamente le dio un sorbo a su taza de café, después tomó una galletita y me preguntó: ¿Tú no vas a tomar café?
-No me dan permiso, podría tomar té, pero no me gusta.
-Bueno… tu mamá me mostró algunos de tus dibujos, ¿qué esperas de este curso?
-Aprender a pintar como Paul Klee, Juan Gris, Cézanne, Joan Miró… y como él no decía nada, tan sólo se me quedaba viendo, yo continué… o tal vez como Wassily Kandinsky o Vincent van Gogh, o Manet…
-¿Y por qué no como Rembrandt, o Alberto Durero, o Rafael, o el Greco?
-Porque ellos pintan principalmente la figura humana con increíbles expresiones en los rostros, o sorprendentes paisajes, pero yo sólo quiero pintar figuras.
-¿Figuras? Asentí con la cabeza. -¿Cómo cuáles?
-No sé exactamente, pero me gustaría pintar figuras que trasmitan una idea. Podría pintar por ejemplo la figura humana pero con trazos poco definidos, con tan sólo color y algunas líneas. El maestro apoyó su cabeza sobre su mano izquierda mientras hacía un ruidito sobre la mesa con los dedos de su mano derecha, como si estuviera siguiendo el ritmo del Nocturno Op. 9 de Chopin que se escuchaba en ese momento. Pensé que lo estaba aburriendo hasta el cansancio, así que sin perder tiempo le mostré un cuaderno donde coleccionaba recortes de pinturas que había encontrado en algunas revistas. Me gustaría pintar así, le dije y le mostré algunas de ellas. Ver figura 17.


Figura 17 (A, B, C) Pinturas de Juan Gris, Paul Klee, Joan Miró

Tomó el cuaderno y vio fijamente las reproducciones que había pegado en una hoja de papel. Hizo un gesto que me pareció de aprobación y agregó señalando cada una: Así que te gustaría pintar como Juan Gris (A), Paul Klee (B) y Joan Miró (C). Le dije que sí, experimente una enorme alegría en mi interior, porque al fin, había encontrado a una persona que hablaba mí mismo “idioma”. -En realidad- declaró con cierta parsimonia -no se aprende a pintar como nadie, se aprende una técnica, y lo que diferencia a cada pintor es su estilo, su particular y auténtica expresión pictórica. Yo sólo te puedo enseñar la técnica, tú tendrás que hacer el resto.  

Ese día realicé varios ejercicios a lápiz, sanguina y carbón sin un objetivo en particular, sólo ejercitaba tonalidades de claro-oscuro a través del degradado, en diferentes texturas de papeles utilizando el difumino. En las siguientes clases inicié dibujos al natural de algunas composiciones que mi maestro disponía con adornos y objetos que encontraba en la casa. Un día tomó de la cocina unos pimientos rojos, verdes y amarillos que Julia tenía sobre la mesada mientras guardaba el mandado. Sobre un mantel de lino bordado a mano, en el que realizó unos pliegues acomodó los pimientos, una jarra de vidrio y un par de vasos que mi mamá solo usaba en contadas y muy especiales ocasiones.

Él me veía trabajar mientras se comía una manzana que pensé erróneamente formaría también parte de la composición. Lograr la luz en la transparencia del cristal era todo un reto para mí, pero la técnica tiene sus secretos y mi maestro no escatimó en darme a conocer muchos de ellos. Después de tres meses había iniciado la técnica del pastel y mis pinturas comenzaban a tener una calidad aceptable que Antonio siempre me celebraba. Un día me dijo, -el mes próximo aprenderás a pintar con óleo, pero antes quiero dejarte de tarea un ejercicio “de tema libre”. -¿Libre? -Sí, agregó de inmediato. -Tendrás que hacer un dibujo tuyo, completamente personal, donde expongas lo que deseas expresar a través de la pintura. Puedes usar el tipo de papel que desees, el formato que te parezca más cómodo y cualquiera de las técnicas que has aprendido hasta ahora. Nos despedimos y no lo vi durante dos semanas que duró su viaje a Estados Unidos.

Dos días después me encontraba en una cómoda posición, sentada en la cama, cuando me llegó la idea que estaba esperando para iniciar mi dibujo (figura 18). Tomé una hoja de papel Rembrandt, el más grueso que encontré. Dibujé un pequeño cuadro de 5x5 cm. (figura 18A) después, tracé dos líneas en los puntos medios del cuadro (figura 18B) de modo que obtuve cuatro cuadros iguales. A continuación, en cada uno de los cuadros dibujé una serie de líneas, tal como se muestra en la (figura 18C). Repetí quince veces más la figura 18C en la misma hoja, y cuando ya tuve listos los dieciséis cuadros empecé a colorear cada uno de ellos como se muestra en la figura 18D.


Figura 18. Desarrollo de un boceto para un diseño modular

Utilicé una técnica mixta de pastel y carboncillo en una sutil mezcla de colores y abundantes tonos degradados, resalté con color negro una sección del cuadro que usé como fondo. Al terminar de colorear los dieciséis cuadros les pasé dos veces el fijador y cuando estuvieron secos, con un cúter, corté con especial cuidado cada segmento justo en el borde. A partir de ese instante, inicié lo que para mí, resultaba la auténtica parte creativa de mi obra.

Tomé cada uno de los 16 fragmentos y los acomodé formando un cuadro de 4x4, después de varios intentos seleccioné un arreglo que presentí era justo el que estaba buscando. Corté una cartulina con las medidas de 26x26 cm. Le rocié spray de contacto y pegué los dieciséis cuadros de mi dibujo dejando un margen de 3 cm. de lado. Rectifiqué muy bien las uniones y las repasé con color de manera que no se vieran las juntas, finalmente le volví a poner otra capa de fijador. Quedó impecable, parecía una pintura enmarcada. La guardé hasta el día que volví a ver a mi maestro.

Traía puesta una camisa verde nilo con una corbata del mismo color, venía de una reunión formal y se había pasado directamente a nuestra clase. Ese día me pareció muy apuesto. Lo primero que me dijo fue: ¡Muéstrame tu composición! Le entregué la carpeta donde había guardado el trabajo, la abrió y sacó la cartulina. Ante mi sorpresa se puso muy serio, colocó el dibujo sobre la mesa, apoyó la cabeza sobre su mano izquierda y con la mano derecha empezó a tamborilear las notas del “Sueño de amor” de Franz Liszt que en ese momento escuchábamos. Pensé, que esos minutos ya los había vivido antes. Volteó a verme sin dejar de tamborilear con los dedos. Después se volvió a concentrar en el dibujo de la figura 19.


Figura 19. Composición modular. Repetición de 16 fragmentos.

-¡Muy interesante! -Dijo al fin -Esperaba algo que me sorprendiera, pero sinceramente no esto. Es un dibujo muy elaborado, de simetría perfecta, equilibrio en los colores, impecable técnica, agradable degradado de las tonalidades... y por supuesto… reinan las figuras. Yo intervine en ese momento y dije muy entusiasmada, -hay círculos y cuadrados, además están sugeridos los octágonos y los triángulos y una relación numérica donde predomina el número cuatro. Sin dejarme hablar más, agregó: creo que ya estás lista para iniciar la técnica al óleo.
Cuando mi papá se enteró de la buena noticia, me obsequió un hermoso estuche de pintura Winsor & Newton, además de algunos accesorios para óleo, pinceles extras y un magnífico caballete. Tal vez mi obsesión por las figuras geométricas fue mayor que mi anhelo de ser una gran pintora, no obstante, durante muchos años hice pintura de caballete, todas ellas eran un homenaje a las formas y los números en arreglos modulares que se recreaban por sí mismas. Un par de semanas más tarde, tomé la cartulina y volví a cortar cada uno de los dieciséis cuadros. Experimenté varias composiciones, la mayoría hermosas y sorprendentes, me conmovía yo misma de los atributos ocultos que se encontraban detrás de ese diseño.

Emergían sin sospecharlo, nuevas formas, nuevas imágenes con sus particulares propiedades de carácter y número, donde el símbolo y la representación estaba implícita, recordándonos su origen en la sencillez de una modesta idea, de unas cuantas líneas dispuestas con cierto arreglo espacial. Supuse que la verdadera manifestación creativa del modelo era siempre la que permanecía oculta en su posibilidad de existir. Llegué a la conclusión de que así sería el universo, algo que eternamente se estaría reinventando en una dinámica de continuo cambio, que ajeno a la idea original de sus partes fragmentadas, daba paso a un Todo misterioso y desconocido.

Ese momento habría de marcar para mí, el inicio de una nueva forma de pensar, de concebir las relaciones espacio-tiempo, de entender la complejidad del pensamiento cuando se origina a partir de un diseño elemental, casi simbólico. Así nació el módulo 16 de espacios polivariantes (figura 20). Era sólo el preludio de un paradigma que enfrentaría toda la vida, las “relaciones topológicas de las transformaciones de los atributos”, como llegué a llamarle aquel día, a los módulos integrados en un Todo, por cierta cantidad establecida de fragmentos unitarios.


Figura 20. Módulo 16 polivariante, transformación de los atributos de la figura 19

(Continuará) 

Nota: El índice de los capítulos de "Hacia la creatividad cuántica" se encuentra en el cintillo izquierdo del blog. 








domingo, 3 de diciembre de 2017

sábado, 25 de noviembre de 2017

La Flor de Pétalos Infinitos


Fragmento del capítulo I
Del libro: Hacia la creatividad cuántica
Autora: Lilia Morales y Mori 

Recién había cumplido 13 años cuando mi hermano pequeño dejó su cuna, como le habían comprado una hermosa recámara, supuse que ya no usaría su antigua camita, así qué con serrucho en mano, me dispuse a cortar el mueble en pedacitos. La madera resultante la usaría para hacer un tablero y las piezas de un juego que tenía en mente, el gusto no me duró mucho tiempo porque mi mamá me descubrió en tan lamentable acción, bastante molesta me aplicó un fuerte regaño, el castigo en cambio no me resultó tan terrible, estaría encerrada en mi habitación sin salir a jugar durante dos semanas. Como los primeros días no se me ocurrió nada, decidí leer algunos artículos de la revista “Selecciones” que en aquella época era muy popular, en casa la recibíamos con el correo y yo la coleccionaba. De una de sus páginas, la fotografía de un ramillete de flores me llamó la atención, la corola de las inflorescencias parecía crecer hasta el infinito, y eso me dio una idea. Dibujaría los pétalos de la flor, pero el dibujo estaría sometido a ciertas reglas. Iniciaría con una inflorescencia muy simple compuesta por tres pétalos, representados por tres líneas en el centro de una circunferencia. (figura 14). Cada línea a su vez, crecería de la misma forma extendiéndose en círculos hasta el infinito.


Figura 14. Desarrollo de una inflorescencia fractal

Tracé el dibujo en una cartulina, tuve que comenzarlo varias veces porque al aumentar los círculos, la cantidad de pétalos o rayas, crecía de forma alarmante y terminaban apretujándose todas las líneas. De hecho, sólo pude dibujar una flor de siete círculos con 192 rayas (figura 15), pronto me di cuenta que en el siguiente círculo debía dibujar 384 rayitas, en ese momento me di por vencida y no por falta de paciencia, sino porqué necesitaba duplicar o triplicar el tamaño de la cartulina para qué se pudiera apreciar la interesante figura que se estaba formando.


Figura 15. Inflorescencia fractal

Como había observado que en cada círculo se duplicaba la cantidad de rayitas del círculo anterior (figura 16), pensé que existiría un método sencillo de saber por ejemplo, cuantas rayitas contendría el círculo 325.


Figura 16. Relaciones periódicas de una inflorescencia de 3 pétalos

Me tomó varios días de mi obligado encierro desarrollar una fórmula, yo no era experta en fórmulas, ni los soy ahora, pero con cierto entusiasmo, sentido común y un poco de lógica, llegué al siguiente argumento.

Fórmula:
·         Denominé “R” a la cantidad de rayas por círculo
·         Denominé “c” al círculo que contiene a R
La fórmula para encontrar la cantidad de rayas por círculo quedó así:
R= 3(2) (c-1)
Para saber si estaba en lo correcto, probé la fórmula con los números del cuadro que ya conocía y en efecto funcionó. Aplicando la fórmula para saber cuántas rayas puede contener por ejemplo, el círculo 20, lo primero fue restar:

·         c-1 = 20-1 = 19
·         2 elevado a la potencia 19 = 524288
·         524288 X 3 = 1572864

El número de rayitas que debería contener el número 20, era monstruoso, nada menos que la cantidad de: un millón quinientos setenta y dos mil ochocientos sesenta y cuatro. Efectivamente era una flor de pétalos infinitos. Por supuesto, después de ver el resultado del cálculo anterior, ni siquiera intenté encontrar la cantidad de rayitas que puede contener por ejemplo, el círculo 325. Este hermoso universo creado de la nada, me mantuvo bastante entretenida los días restantes.

Cuando se es observador, se adquiere la capacidad de descubrir cosas que de lo contrario podrían pasar desapercibidas. Así que debo volver a la figura 16 para apreciar la existencia de un patrón regular que se repite cada cuatro eventos. Los números que se repiten lo hacen en las terminaciones de: 6, 2, 4 y 8 (ver en la figura 16 las líneas de A, B, C, y D). Cuando descubrí esta curiosa relación, me pareció más bella la figura de la flor de pétalos infinitos, y más aún cuando me percaté que la suma de los números que acompañan la terminación de 6, siempre suman 9 o 0 (por ejemplo: 1536, sumamos los números previos al 6 = 1+5+3 = 9 si eliminamos el 9, nos queda 0). Los números que acompañan a la terminación 2 siempre suman 1 (por ejemplo: 3072, 3+7 = 10 y 1+0 = 1). Los números que acompañan a la terminación 4 siempre suman 2 (por ejemplo: 6144, 6+1+4 = 11 y 1+1 = 2). Los números que acompañan a la terminación 8 siempre suman 4 (por ejemplo 12288, 1+2+2+8 = 13 y 1+3 = 4).

Hasta aquí mi asombro era indescriptible, aunque aún me faltaba una última observación. Al ver detenidamente los primeros cuatro números de la serie, sin contar el 3, vi que el 6, 12, 24 y 48 indicaban en su inicio, la suma que contendrían siempre los números anteriores a dicha terminación, que sería siempre: 0, 1, 2 o 4. De ser esto cierto, el número 1572864 que había encontrado para el número de rayas del círculo 20, por ser de terminación 4, sus números previos debían de sumar 2. Veamos: 1+5+7+2+8+6 = 2 ¡Esto me pareció sorprendente!

Con el tiempo llegaría a descubrir otros patrones numéricos que recrean universos maravillosos a través de los fractales. Para traducir la naturaleza de los seres vivos y del universo, es necesario encontrar el código oculto de sus números. Somos habitantes de un espacio numérico intangible, donde deambulan las formas atrapadas en modelos dinámicos, ellas son producto inherente de sucesos que se repiten con una periodicidad asombrosa, dotada casi siempre de extraordinaria complejidad y belleza.

(Continuará) 

Nota: El índice de los capítulos de "Hacia la creatividad cuántica" se encuentra en el cintillo izquierdo del blog. 





El teorema de los cuatro colores

Capítulo I (continuación) Del libro: Hacia la creatividad cuántica Autora: Lilia Morales y Mori El teorema de los cuatro c...